¿Cómo no recordarlo,
si cada que la tarde se tendía a nuestros pies nos abrazábamos con tanta fuerza
que el tranquilo silencio que vestía el pueblo, parecía resquebrajarse? ¿Cómo
podría alguien sensato arrancar de su memoria a ese amigo irremplazable que se
ha ido para siempre?
Nos conocimos de
improvisto una mañana de enero cuando mis manos aún no estaban tan cansadas de
cargar con el tiempo. Él, sereno y robusto, yo, delgada y nerviosa. Su
apariencia singular no pasó desapercibida para ninguno de los niños que
paseaban conmigo, algunos intentaron acercarse, invitarlo a jugar e
importunarlo, mientras los demás manteníamos una prudente distancia. Así
sucedió por varios días, hasta que lentamente todos nos fuimos
acercando; a juzgar por su estatura, era mucho mayor que nosotros, aunque su
espíritu fresco y jovial, lo hicieran parecer bastante joven.
Con el transcurso del
tiempo le fuimos tomando confianza, él nos alzaba y nos balanceaba en el aire,
y a cambio nosotros desenredábamos su larga melena y la limpiábamos de las
astillas que le colgaba el viento; era muy fuerte y vanidoso.
Cuando todos mis
amigos se fueron del pueblo y finalmente no tuvimos más que al otro por
compañía, comprendimos que de nosotros dos dependería teñir de mágicos
recuerdos cada tarde. Desde entonces fuimos inmensamente felices gastando las
horas en conversar largamente, acicalarnos, contemplar el cielo sobre nosotros
y escondernos de las personas por allí pasaban. Me escuchaba en silencio hasta
quedarnos dormidos, me mecía en sus brazos hasta borrarme las penas que
afligían mis años.
Siempre juntos y
risueños, ambos crecíamos y atrás dejábamos los viejos tiempos; ahora
meditábamos sobre temas profundos y contemplábamos con preocupación las
estrellas. Mi infancia marchita dio paso una precoz adultez en búsqueda de
independencia, fue entonces cuando decidí marcharme. El viaje hacia mi nuevo
hogar duró un día entero, y en lo único que podía pensar durante esas incómodas
horas eternas, era en él. ¿Qué estaría haciendo? ¿Tendría frío? ¿Los animales
estarían molestándolo?. La angustia terrible de dejarnos solos me acompañó por
muchos años, y aprovechaba cada llamada para preguntar por él, sin revelar ni
un poco nuestro hermoso vínculo.
La terrible noticia
no se hizo esperar, cruzó velozmente los kilómetros que nos separaban y se
quebró en mi pecho para siempre. Volví al pueblo tan pronto como pude para
estrellarme de frente con lo insoportable: estaba muerto, mi adorado amigo
estaba muerto. No hubo ceremonias ni procesiones, su cuerpo ya no estaba allí;
nadie más que yo sufría su ausencia.
No me dejaron verlo
nunca más, ni arrestaron nunca a los responsables del espantoso crimen. Muchos
volvieron a sus casas tranquilamente sin comprender el dolor que me agobiaba al
perder para siempre a la criatura más hermosa que acarició mi vida, mientras
otros se burlaban cruelmente de mí al verme llorando tan amargamente por la
insípida muerte de un viejo árbol.